Me debo confesar como escrito nocturno. Entre la caída del sol y el amanecer es cuando más facilidad tengo para enfrentarme al papel en blanco. Una inmensa mayoría de los relatos cortos que ocupan mis cuadernos han surgido en las horas previas a irme a dormir, y alguno es fruto incluso de notas borrosas tras un sueño especialmente vívido o inspirador.
Otra constante en mis hábitos literarios son las libretas. Además de la docena (o más) que contienen el principio de historias abandonadas, he desarrollado una afición que roza el fetichismo con las Moleskine. En un principio usaba cuadernos «de papel reciclado», de los que se venden en mercadillos, para desarrollar ideas sin un argumento definido, pasajes de una historia o relatos cortos. Hasta que tropecé con mi primera Moleskine. Mucho más cómoda y práctica para llevarla a mano en el bolsillo, el grueso de «El Secreto de los Dioses Olvidados» fue redactado en una de ellas. Y los proyectos siguientes, salvo excepciones, se están gestando en las mismas condiciones.
El último «vicio» confesable son las plumas. Me resulta especialmente placentero tanto escribir como leer texto escrito con una estilográfica.También es cierto que uso un tipo de letra distinta, más cuidada, y que eso redunda en la legibilidad de la minúscula caligrafía que acostumbro usar.
Todos éstos hábitos, sin embargo, han topado éste año con una revolución que me está haciendo cambiarlos o abandonarlos, ¿Por qué? La razón se llama DGP (Digital Graphíc Pen). Un gadget que permite escribir texto y, conectando su periférico de almacenamiento de memoria al PC, volcar todo lo escrito al procesador de texto (previo paso por un OCR). Se reduce así drásticamente la tarea de mecanografiar, permitiendo ganar tiempo en aras de la creatividad y la productividad. La existencia de éste sorprendente objeto me era desconocida, hasta que mis amigos decidieron ponerlo en mis manos. Conocedores de mi tendencia a la dispersión, y a intentar hacer varias cosas a la vez, el DGP ha sido un remedio muy útil para multiplicar las tareas en las que me embarcaba a diario.
Pero ahora hecho de menos el rascar de la pluma contra la hoja de la Moleskine, y añoro esos trazos de tinta que parecían estar escritos por otra persona, en otro lugar y otro tiempo, contándome una historia.
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